Recibo pocas cartas, pero hay una que me estremece cada vez que la recibo, sólo comparable a la sensación que tengo cuando abro el buzón en campaña electoral y veo cómo se quieren acercar a mí aquellos que siempre demostraron estar alejados de mis ideales.
De tanto en cuanto, el banco me invita a acudir personalmente al mostrador para verificar que sigo viva, deben temer que me vaya al otro barrio sin ni siquiera despedirme.
Y aquí estoy, llevo viente minutos aguardando mi turno y escuchando, sin poder evitarlo, los comentarios que se hacen a ambos lados del mostrador. Que si le cobramos comisión por ingresar, que si está fuera del horario de pago de recibos, que si para otra vez, mejor lo haga usted desde el cajero o por internet, desde casa, y respuestas del tipo, pero si yo no uso cacharros de esos, pues ya le diré a mi nieto, mire antes regalaban calendarios, discos y libros y ahora no dan ni los buenos días.
Podría estar molesta porque me hacen ir periódicamente a la sucursal, pero la verdad es que casi lo agradezco. Dónde voy a estar mejor que rodeada de personas sonrientes en carteles, esperando mi turno.
Una oportunidad maravillosa de comprobar personalmente cómo van cambiando a quienes nos atienden, todos muy bien vestidos, con mucha labia. Más que comerciales, parecen agentes de la CIA capaces de diseccionar en pocos minutos tu árbol genealógico, tu pasado y tu presente, y averiguar si piensas cambiar de coche, comprarte un piso o divorciarte.
Mientras dura el interrogatorio, el amable interlocutor no cesa de recopilar todos tus datos en una moderna pantalla de ordenador de última generación. Parece enviar los informes en tiempo real a la central para que desde allí activen el bombardeo que te va a perseguir por tierra, mar y aire. Según lo que digas, según lo que anoten, te espera un bombardeo demoledor de mensajes, llamadas y reclamos publicitarios hasta que compres, contrates o desistas en el mejor de los casos.
Y a todo esto, sigo esperando mi turno, como hace pocos meses, leyendo todos los folletos que llegan a mis manos, desde la promoción del nuevo smartphone, que podría ser tuyo pagándolo a plazos incluso hasta después de que salga la siguiente versión si no te lo han robado, el tríptico de seguros de vida y de muerte, y un sinfín de promociones y ofertas llenas de fotos grandes y de letra pequeña.
Por fin, llega mi turno y descubro que ya no me atiende Sofía, se le acabó el contrato, ahora la sonrisa es de Edurne, que me pregunta solícita, en qué le puedo atender. Y llega mi minuto de gloria, bueno más que un minuto, son apenas unos segundos. Lo suficiente para decir:
- Buenos días, estoy viva … de momento.
- Gracias, ya lo dejo registrado en el ordenador.
- Hasta la próxima.
- Esperemos.
Y salgo de la sucursal, a paso lento pero segura, gracias al taca taca que no quería comprarme pero que desde hace días llevan todas mis compañeras que nos juntamos en el parvulario, así le llamamos al centro cívico de Gent Gran, donde pasamos las tardes jugando a las cartas. Sin apostar, bueno a veces ponemos lentejas o judías, pero nunca jugamos de dinero, ése está en el banco por si un día hace falta.
Y así celebro la vida, y así celebro que sigo viva … de momento.